Mi abuela tenía nombre de emperador
Mi abuela no quería casarse. Una sola vez me contó la historia. Se casó cerca de los treinta años y porque no le quedó de otra. Dos hombres rondaban su casa y en algún punto se dio cuenta de que, si no escogía a uno pronto, el otro se la llevaría por la fuerza. Así, la siguiente vez que mi abuelo le propuso que se fuera con él, lo hizo. Tuvo ocho hijos y luego muchos nietos. Yo fui la primera mujer.
Mi abuela tenía nombre de emperador romano: Constantina. Ella era una mujer áspera, porque la adversidad la hizo así, y yo era una niña demasiado sensible, como un caracol que se retrae en cuanto le tocas las antenas. Mi abuela podía ser mansa como un arroyo o estridente como una tormenta, a veces me daba miedo (cuando crecí, supe que yo era capaz de hacer exactamente lo mismo, aunque a mi manera).
Mi abuela no sabía cómo acercarse a mí ni yo sabía cómo acercarme a ella, así que aprendimos a coexistir a la distancia justa cuando la visitaba. No me entendía, pero me dejaba ser. Un día me vio observando con deleite sus pericos australianos y me los regaló: “Llévatelos”. Luego cambié los pericos por las palabras. Mi abuela no sabía a qué me dedicaba, pero, cuando otros quisieron importunarme, me defendió: “Déjenla, ella va encaminadita”.
Mi abuela y yo teníamos algunas cosas en común: unas cejas ralas, medio desvanecidas a partir de la mitad, unos ojos muy abiertos y una boca dispuesta a hablar, pero no siempre.
Cuando crecí, me fui haciendo de preguntas para intentar entenderla: “¿A qué jugabas con tu mamá?”. Desconcierto, ceño fruncido, voz bajita: “Mi mamá no jugaba con nosotros, era muy despegada”. ¿Quién te enseñó a amar, abuela?
Mi abuela era una mujer persistente: “Abuela, ¿cómo sigues cuando ya estás cansada?”. Voz firme, resignación: “No pienso las cosas, nada más las hago”. El cuerpo se le fue acabando mientras cuidaba a toda su estirpe: en la cocina preparando carretillas, en el mostrador de una tienda, en el panteón donde regaba tumbas, en su patio cuando sembraba maíz, en la azotea donde engordaba animales. ¿Y quién te cuidaba a ti, abuela? ¿Por qué no te dejabas cuidar?
Mi abuela me heredó palabras que ahora que no está descubro en mi boca: palabras de las tierras secas del Bajío… A veces me da miedo que se me olvide su voz. ¿Se pueden olvidar las voces de las personas que amamos? Mi abuela veía la miseria, el dolor, la injusticia, la soledad… y también el amor, la esperanza y la compasión, aunque no tuviera palabras para nombrarlos, aunque no encontrara la forma de hablar de ellos. Yo te las doy, abuela. Déjame dártelas.